viernes, 24 de diciembre de 2010

Feliz Navidad

'Yo admiro a los Auténticos Decadentes porque se toman la fiesta en serio'.
Andrés Calamaro

Este es un fragmento del libro 'Diario Educar' de Constantino Carvallo Rey.


¿Cuántas auténticas fiestas tiene nuestro calendario? ¿Cuántos días mágicos compartimos los peruanos? Pienso que solo uno y temo que lo estamos perdiendo: la Navidad.



Ha escrito Gerhard Nebel, el estudioso de la antigüedad clásica, que una muestra de la miseria espiritual de nuestra época se observa en la incapacidad para vivir la fiesta. Tenemos solo los trabajos y los días, jornadas de faena, de esfuerzo y, junto a ellos, si tenemos suerte también días de descanso a los que llamamos feriados. Son días también marcados con el signo del trabajo, tiempo necesario para reponer las fuerzas. Lo que no tenemos son días de fiesta.

¿Cuál es la calidad entrañable de los días diferentes a la jornada y su descanso? Los días de fiesta no están marcados en el calendario, se ubican más allá de él, son la ruptura de lo cotidiano. Son los días de la alegría como un regalo sin motivo, instantes que estallan y son astros; en ellos nos sobrecoge el júbilo de estar vivos, la conciencia agradecida de pertenecer a la inigualable especie humana.

La fiesta era entre los antiguos, griegos, romanos, mochicas o tallanes, un día de descanso, pero no del trabajo, sino de la existencia. Era la caída de la máscara, la recuperación de los lazos con el universo íntegro. Por eso es también y sobre todo el día del amor, del ágape, de la entrega. Eso quiere decir San Juan Crisóstomo cuando señala que "allí donde está el amor, allí resplandece la fiesta". Y Fernando Savater ha escrito que "el amor es la afirmación entusiasta e incondicional de la existencia del otro".

Las fiestas son, pues, días consagrados a la felicidad del prójimo. Por ello la condición indispensable para que la fiesta se realice no es la comida o la bebida, tampoco el equipo o la orquesta: es el otro al que entregamos en esas horas nuestro amor.

Así lo ha escrito sabiamente un gran exaltador de la fiesta, Friedrich Nietzche: "Lo que hace una auténtica fiesta no es nuestra habilidad de organizarla, sino nuestra capacidad de dar con ellos que puedan alegrarse con ella".

¿Cuántas auténticas fiestas tiene nuestro calendario? ¿Cuántos días mágicos compartimos los peruanos? Pienso que solo uno y temo que lo estamos perdiendo: la Navidad. Es el nacimiento de Jesús, pero significa también el triunfo sobre la muerte, el perdón y la llegada de la buena nueva del amor fraterno. Es el fin de la ira y del castigo del viejo testamento, el anuncio de un mandamiento inédito e insólito: "Amaos los unos a los otros".

La fiesta es el himno, el canto coral, el amor plural por todos y especialmente por los que más lo necesitan, aquellos para quienes esa mano tendida, ese abrazo representa el calor y la cura para las heridas de todo el año, acaso de toda una vida. Terminada la fiesta, quedará en nuestro espíritu el renovado esplendor con el cual reiniciar el trabajo. En ella, por un instante recuperamos la unión profunda con el semejante.

Para los niños, los días de fiesta son imprescindibles, son los sucesos felices que la memoria guardará como armas contra el desaliento de la edad y los embates trágicos del mundo.

La Navidad, especialmente, es la fiesta de la infancia, del Jesús niño, antes de sufrir el dolor en la cruz y las traiciones y miserias. Nosotros, ya adultos, cuidemos esta fecha consagrándola a los niños. Que reciban el amor de sus parientes, de sus compatriotas, de su prójimo, que quienes gozamos de salud y libertad abramos generosamente nuestros corazones para acoger, por lo menos en esa noche, a alguno de los millones de desafortunados niños pobres para quienes la Navidad es solo una noche más para pedir limosna, para contemplar desde la vereda, las luces coloridas del árbol ajeno, para esperar con hambre la llegada del mismo y doloroso amanecer.

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