Comparto esta invitación con los amigos limeños que hacen hígado por acá.
El centro cultural de españa en Lima está organizando este homenaje con expositores de lujo.
Comienza hoy jueves con la participación de los uruguayos Pablo Rocca y Ana Inés Larre, y en la esquina peruana tenemos a Miguel Gutiérrez y Sonia Luz Carrillo, distinguida poeta -periodista-blogger-mujer-ser humano que me ha mandado la invitación y que de vez en cuando se mancha las manos comentando en este hígado. El moderador es Javier Arévalo.
Mañana, viernes 15, y como plato de fondo nada menos que un mano a mano entre Mario Vargas Llosa y -(también) desde España- Hortensia de Campanella. El moderador será Juan Manuel Chávez.
El homenaje tendrá lugar en el Centro Cultural de España, Natalio Sánchez 181- 185, Santa Beatriz, en Lima, a las 7:00 p.m.
Y ahora dos regalos para ustedes amigos y enemigos, el primero es una entrevista en youtube que encontró primero Sonia Luz.
Y el segundo regalo es el cuento Monólogo Uruguayo, un homenaje del escritor Luis Eduardo García al querido Onetti. Este cuento forma parte del libro El Suicida del Frío. Y sigue siendo casi totalmente inédito para el mundo virtual y todo el mundo en general fuera de la ciudad de Trujillo.
MONÓLOGO URUGUAYO
Ganas, lo que se dice ganas de vivir, no tengo. Pero tampoco tengo ganas de quitarme la vida. Es más, no creo en el suicidio. Un cráneo reventado por una bala o una muñeca sangrante me dan asco, son abominables para mí. Y pese a que no creo en la autoaniquilación, nada, absolutamente nada, me impulsa a levantarme de la cama.
No tengo actos de fe, no tengo la voluntad necesaria para lavarme el rostro, ir a la cocina en busca de un vaso con agua o encender el televisor. He perdido, esta es la verdad, la capacidad de sobrevivir. Soy yo a costa de los demás. Son ellos, sobre todo mis amigos o mis fantasmas (en realidad no sé cómo llamarlos), los que hacen llevadera mi vida terrenal.
¿Vida terrenal? Es un decir. Estoy convencido de que tenemos sólo una vida. Si alguien lleva aquí una existencia infernal, por qué, me pregunto, tendría que padecer otra semejante en el más allá. Esto es ya demasiado cruel. Y si fuera lo contrario; es decir, si alguien fuera muy feliz en la tierra, qué aburrido e insustancial sería repetir esa misma felicidad en un lugar extraño.
Reconozco que soy un abusivo, un francotirador que ha hecho del escepticismo y el rencor sus armas favoritas. Sin embargo, necesito a los demás, necesito de su auxilio para alimentar mi cuerpo (no mi alma). Mi alma la alimenta Dorothea, mi pobre Dorothea. Si no tuviera a ella, quién me compraría el whisky, quién me traería hasta la cama las novelas policiales. Nadie, sin duda. Soy un hombre muy odiado y muy querido, algo así como el «Junta».
Desde aquí, desde mi lecho aséptico, veo la parte más triste de Madrid. Al menos para mí lo es. Esta parte de la ciudad se parece al Montevideo y al Buenos Aires de mis derrotas. Soy un perdedor sistemático, por si no lo saben. Nunca gané nada importante; los premios que me han dado en estos últimos años son reconocimientos compasivos y, en cierto modo, inútiles. Yo me afané siempre en conseguir algo siendo muy joven, pero la vida se encargó de perpetuar la sombra de mi mala suerte.
Fui portero, camarero, mecánico, vendedor de entradas en un estadio, periodista y, en algún momento, defensor de causas perdidas. La paradoja ha sido en mí una constante. Ahora, por ejemplo, soy el mejor personaje de mí mismo. Los que inventé en mis novelas son nada frente al espejo que me expresa gordo, feo, miope, desaliñado, sin ningún encanto, ni el más mínimo siquiera.
En realidad odio los espejos, no porque multipliquen a los hombres, sino porque aborrezco mi figura. De ahí que me afeito de memoria, para no odiarme. De tanto odiarme a veces me vuelvo antipático con los demás. No obstante he hecho buenas migas con algunos, escritores y periodistas sobre todo. Con frecuencia echo a las periodistas de mi casa. Son tan insoportables algunos, tan minuciosamente insoportables. Dorothea siempre me pide paciencia. Pero yo francamente no los soporto.
He desarrollado un placer instintivo con la lectura, el cigarrillo y el alcohol. Lo demás me importa muy poco o casi nada. Normalmente no me quito el pijama. La única vez que me lo quité fue para recibir un premio de manos del rey de España. Fui a esa ceremonia para después no lamentarme de mi mala suerte, para estar bien aunque sea por un momento con mi máscara de hombre normal.
Me extraña que la gente me escriba cartas, que me llamen por teléfono o que me vengan a visitar. Hay tanto oportunista detrás de mí, tantos impertinentes preguntándome a qué hora escribo, cómo escribo o qué demonios como en el almuerzo. Si por mí fuera, que todos se fueran al carajo y me dejaran solo en este piso de Madrid, rumiando mi exilio, compartiendo mi soledad con la vagina y la bondad de Dorothea. Si me llaman misántropo, no voy a sentir pena por mí.
No soy pues ni misántropo ni misógino. Esas son acusaciones que me inventaron los que fueron blanco de mis iras. Amo a Dorothea como amé a María Amelia y a María Julia. Me casé con ellas no porque crea en el matrimonio sino porque no puedo estar solo. ¿Hay alguna alternativa para evitarlo? De las tres, la primera es la que mejor ha soportado mi mal humor y mi aliento de borracho. Cuántas veces le hice el amor en esas condiciones, cuántas veces ella que tuvo que renunciar a su propio deseo para dármelo a mí.
. Alguna vez los cucufatos y los imbéciles me llamaron «pornógrafo» y me metieron a la cárcel. Todo por escribir sobre el aborto y defender un cuento que me pareció bueno. Esta clase de malentendidos hicieron irreparable mi vida. Por eso, para no desengañar a mis enemigos y para complacer mi vocación de solitario, vine a Madrid para refugiarme en estas cuatro paredes, en este hospital casero en el que Dorothea es la enfermera altruista y yo el enfermo terminal.
Bueno, ya basta. Me cansé de hablar, doc. Me causa risa que para aplicarme su amado psicoanálisis usted use mi cama en lugar del diván, y que me escuche, sobre todo que me escuche como si yo le estuviera diciendo la verdad. ¿Para qué quiere saber de mi yo profundo, de mi subconsciente, de mis deseos reprimidos, de mi Complejo de Edipo si no los tengo? No me haga caso, soy una ficción dolorosa. Yo no soy Onetti. Yo soy Juan María Brausen, el inventor de Santa María, la perfección de Eladio Licero, de Díaz Grey. Usted no se ha dado cuenta, pero yo soy la imagen que Onetti temía ver reflejada en el espejo. Yo lo inventé a él, yo escribí todas esas novelas. Abra ahora sus ojos y míreme, míreme bien. No me vaya a decir que estoy loco cuando ya no importe.
No tengo actos de fe, no tengo la voluntad necesaria para lavarme el rostro, ir a la cocina en busca de un vaso con agua o encender el televisor. He perdido, esta es la verdad, la capacidad de sobrevivir. Soy yo a costa de los demás. Son ellos, sobre todo mis amigos o mis fantasmas (en realidad no sé cómo llamarlos), los que hacen llevadera mi vida terrenal.
¿Vida terrenal? Es un decir. Estoy convencido de que tenemos sólo una vida. Si alguien lleva aquí una existencia infernal, por qué, me pregunto, tendría que padecer otra semejante en el más allá. Esto es ya demasiado cruel. Y si fuera lo contrario; es decir, si alguien fuera muy feliz en la tierra, qué aburrido e insustancial sería repetir esa misma felicidad en un lugar extraño.
Reconozco que soy un abusivo, un francotirador que ha hecho del escepticismo y el rencor sus armas favoritas. Sin embargo, necesito a los demás, necesito de su auxilio para alimentar mi cuerpo (no mi alma). Mi alma la alimenta Dorothea, mi pobre Dorothea. Si no tuviera a ella, quién me compraría el whisky, quién me traería hasta la cama las novelas policiales. Nadie, sin duda. Soy un hombre muy odiado y muy querido, algo así como el «Junta».
Desde aquí, desde mi lecho aséptico, veo la parte más triste de Madrid. Al menos para mí lo es. Esta parte de la ciudad se parece al Montevideo y al Buenos Aires de mis derrotas. Soy un perdedor sistemático, por si no lo saben. Nunca gané nada importante; los premios que me han dado en estos últimos años son reconocimientos compasivos y, en cierto modo, inútiles. Yo me afané siempre en conseguir algo siendo muy joven, pero la vida se encargó de perpetuar la sombra de mi mala suerte.
Fui portero, camarero, mecánico, vendedor de entradas en un estadio, periodista y, en algún momento, defensor de causas perdidas. La paradoja ha sido en mí una constante. Ahora, por ejemplo, soy el mejor personaje de mí mismo. Los que inventé en mis novelas son nada frente al espejo que me expresa gordo, feo, miope, desaliñado, sin ningún encanto, ni el más mínimo siquiera.
En realidad odio los espejos, no porque multipliquen a los hombres, sino porque aborrezco mi figura. De ahí que me afeito de memoria, para no odiarme. De tanto odiarme a veces me vuelvo antipático con los demás. No obstante he hecho buenas migas con algunos, escritores y periodistas sobre todo. Con frecuencia echo a las periodistas de mi casa. Son tan insoportables algunos, tan minuciosamente insoportables. Dorothea siempre me pide paciencia. Pero yo francamente no los soporto.
He desarrollado un placer instintivo con la lectura, el cigarrillo y el alcohol. Lo demás me importa muy poco o casi nada. Normalmente no me quito el pijama. La única vez que me lo quité fue para recibir un premio de manos del rey de España. Fui a esa ceremonia para después no lamentarme de mi mala suerte, para estar bien aunque sea por un momento con mi máscara de hombre normal.
Me extraña que la gente me escriba cartas, que me llamen por teléfono o que me vengan a visitar. Hay tanto oportunista detrás de mí, tantos impertinentes preguntándome a qué hora escribo, cómo escribo o qué demonios como en el almuerzo. Si por mí fuera, que todos se fueran al carajo y me dejaran solo en este piso de Madrid, rumiando mi exilio, compartiendo mi soledad con la vagina y la bondad de Dorothea. Si me llaman misántropo, no voy a sentir pena por mí.
No soy pues ni misántropo ni misógino. Esas son acusaciones que me inventaron los que fueron blanco de mis iras. Amo a Dorothea como amé a María Amelia y a María Julia. Me casé con ellas no porque crea en el matrimonio sino porque no puedo estar solo. ¿Hay alguna alternativa para evitarlo? De las tres, la primera es la que mejor ha soportado mi mal humor y mi aliento de borracho. Cuántas veces le hice el amor en esas condiciones, cuántas veces ella que tuvo que renunciar a su propio deseo para dármelo a mí.
. Alguna vez los cucufatos y los imbéciles me llamaron «pornógrafo» y me metieron a la cárcel. Todo por escribir sobre el aborto y defender un cuento que me pareció bueno. Esta clase de malentendidos hicieron irreparable mi vida. Por eso, para no desengañar a mis enemigos y para complacer mi vocación de solitario, vine a Madrid para refugiarme en estas cuatro paredes, en este hospital casero en el que Dorothea es la enfermera altruista y yo el enfermo terminal.
Bueno, ya basta. Me cansé de hablar, doc. Me causa risa que para aplicarme su amado psicoanálisis usted use mi cama en lugar del diván, y que me escuche, sobre todo que me escuche como si yo le estuviera diciendo la verdad. ¿Para qué quiere saber de mi yo profundo, de mi subconsciente, de mis deseos reprimidos, de mi Complejo de Edipo si no los tengo? No me haga caso, soy una ficción dolorosa. Yo no soy Onetti. Yo soy Juan María Brausen, el inventor de Santa María, la perfección de Eladio Licero, de Díaz Grey. Usted no se ha dado cuenta, pero yo soy la imagen que Onetti temía ver reflejada en el espejo. Yo lo inventé a él, yo escribí todas esas novelas. Abra ahora sus ojos y míreme, míreme bien. No me vaya a decir que estoy loco cuando ya no importe.
De nada.
Interesante el cuento, deberías difundir más de algunos escritores desconocidos que ronden por tu ciudad, creo yo es una propuesta interesante, la literatura debería ser más difundida. Intentaré hacer lo mismo.
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