La escritura, ese misterio que acompaña el insomnio y la vigilia de un escritor, es en realidad un hábito privado en el que este descubre por sus propios medios la libertad y la vida.
Creo que ningún escritor puede decir cuándo empezó a escribir. Para Goethe, el escritor o el artista es un ser que vive en un estado de “pubertad eterna”. El asombro, la sorpresa, la curiosidad, la búsqueda –cualidades que parecen propias de los niños que descubren el mundo-, son inseparables de un estado creador.
Todo escritor es por lo tanto vulnerable. Tiene los nervios erizados en un estado de tensión permanente. Es un ser inestable, obsesivo, inasible, curioso y atemorizado. Su única obsesión es encontrar una voz propia en el ruido del mundo.
Esta es una obsesión que se corresponde con hábitos comunes en muchos escritores. Son hábitos privados que revelan la zona de penumbra en la que se mueven.
Entre los escritores que he conocido, con pocas excepciones, he encontrado siempre tres rasgos simultáneos: el placer por los viajes, el gusto por la música y la pasión del insomnio.
Toda obra literaria es un viaje. Toda narración propone, al igual que los viajes, la creación de un tiempo y un espacio nuevos. Un escritor concibe su propia vida como un viaje de un lugar, y de una identidad, a otra. Todo viaje es una mezcla de planificación y de sorpresa, como el proceso de la escritura.
Recuerdo especialmente mi primer descubrimiento de un nuevo gran espacio, el de la ciudad de Lima, cuando yo terminaba el colegio. Hasta entonces mi vida había transcurrido alrededor de mi barrio y la familia que me acompañaba en mi casa de Miraflores. Durante mi infancia, la vida era un circuito formado por un sistema de interrelaciones seguras: el colegio, la familia, las diversiones programadas. Para mí, el centro de la ciudad así como los barrios pobres de La Victoria, el Rímac y Lince resultaban planetas lejanos y misteriosos que yo me prometía algún día explorar solo. Recuerdo especialmente las primeras veces que tuve la osadía de embarcarme al centro de Lima en un colectivo. La Plaza San Martín, con sus cafés y bares, las calles y fachadas sucias del Jirón de la Unión y el Jirón Azángaro, me parecían las puertas del ingreso a una dimensión verdadera, tosca, brutal, anónima de la vida. Pasé muchas noches vagando por sus calles y comiendo en sus restaurantes, haciendo lo que por entonces me gustaba más hacer: observar a la gente. Recuerdo mucho la impresión que me produjo el encuentro con los niños y ancianos que dormían envueltos en periódicos y mantas inmundas. Mis visitas a los partidos de fútbol en el Estadio Nacional, al que también me habitué, me permitieron caminar hasta La Victoria y Lince. La Victoria es un barrio que me sigue gustando mucho por su versatilidad extraordinaria en los escenarios de pobreza y de suciedad que sobrevive, que no termina de abandonarse.
La música es una pasión que comparto con muchos amigos escritores. La literatura y la música ocurren en el tiempo. Músicos y escritores compartimos términos (“frases”, “ritmo”, “tono”), porque compartimos el culto por una sonoridad con sentido. La sonoridad, como el lenguaje, requiere del tiempo, se construye solo en el devenir. Gracias a mi madre y a mi padre, sentí muy pronto en mi vida la pasión por la música clásica y en especial por Bach y por Brahms. La música popular, en especial la música criolla y la música negra peruana, también me han acompañado siempre. Como los músicos, creo que los escritores buscamos siempre aquel modo de decir que es inseparable de lo dicho, aquella formulación que es su contenido. Una sola de esas frases puede justificar una vida. Un escritor como un músico nunca tiene otra felicidad que la de encontrar esa frase esperada en algún momento. Solo tenemos que estar cerca de ella cuando aparezca.
El insomnio es el refugio de un escritor, la consecuencia de la vigilia. Si un escritor es alguien que sueña durante el día, puede ser definido también como alguien que vigila durante la noche. La racionalidad de la noche es un complemento de la fantasía del día. El rigor de la vigilia nocturna y la expansión de la fantasía diurna son estados creativos, no tiempos reales. La noche es el escenario en el que nuestra conciencia selecciona los acontecimientos centrales del día para volveros a vivir, para profundizar en ellos y recolectarlos en su intensidad. Es el momento de la selección e intensificación de los episodios diurnos. En la vigilia nocturna los escritores recomponen y comprenden la gravedad de las acciones que el día ha dejado escapar.
Si una razón por la que los escritores escriben tiene que ver con el ensanchamiento de la vida, otra tiene que ver con la supresión de la muerte. Frente a la naturaleza resbaladiza de la vida, las palabras parecen cargadas de energía, son las espadas que colocamos contra el vacío. El descubrimiento temprano de la muerte (de mi padre, de muchos amigos en mi infancia) fue mi mejor estímulo. Uno escribe contra la muerte precisamente porque es su único tema.
Uno y múltiple, el escritor es él mismo y todos los hombres. Si sabe refugiarse en su caverna, debe también saber abrazar la calle. Saber estar con uno mismo en la soledad agotadora, tediosa de escribir muchas páginas no es suficiente sin saber estar con otros en el ruido diverso de lo ajeno que se vuelve propio. Uno y otros (o mejor dicho unos y otros), el silencio y el ruido, son los polos entre los que un escritor debe poder moverse.
La literatura es en general, como la religión, una manera de sacralizar lo cotidiano. Echando mano de lo que Henry James llamaba el “esplendor objetivo del detalle”, un escritor encuentra las esencias particulares de cada objeto, de cada paisaje, de cada persona, aquél detalle que singulariza lo narrado, que le permita ser recordado en una página para siempre.
Contar historias es la proeza individual más valorada y celebrada por la tribu. Solo una buena historia establece un espacio y un tiempo verdaderamente autónomos, capaces de abolir las presiones del mundo real. Por eso me parece que no hay nada más difícil que contar una buena historia, una historia creíble.
Contar una historia que revele aquello de esencial en un personaje es encontrar el incidente que dé a conocer su identidad. ¿Qué incidente corresponde a la identidad secreta de un personaje? ¿Qué es lo que hace que cada personaje se revele como quién es?
El pasado es un manantial de secretos y revelaciones que se proyecta sobre la vida de cada ser humano. Cada persona camina tratando de recuperarse una herida secreta y terrible, inflingida en alguna época que lo acompaña en secreto.
La narrativa es un viaje hacia ese secreto, el viaje al secreto más recóndito de cada individuo, la exploración no tiene una respuesta o un fin determinado. Es una exploración en la oscuridad y uno siempre viaja a tientas. Buscar la verdad, la belleza o el bien son frases rimbombantes y vacías para diferenciar esa exploración. El libro es un viaje a la oscuridad.
La narrativa es encontrar los incidentes que mejor sirvan a la exploración.
Un escritor es, ante todo, un sentimental recuperado: un niño que ha sufrido pero que ha tomado distancia de su sufrimiento para poder objetivarlo en palabras. Las palabras preservan las emociones, son contenedores de la obsesión. El seguro más grande contra la muerte no es un himno o un coro sino una frase escrita que persevera, un murmullo inscrito en el silencio. Ese susurro monocorde en el que algún día renace un deseo, un cuerpo, una voz.
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