sábado, 21 de febrero de 2009

La arquelogía del Shámbar

La arqueología del shámbar

Gerardo Cailloma Navarrete


Del origen del shámbar se sabe muy poco. De que a un trujillano no le guste, se sabe menos todavía. ¿De dónde viene esta sopa enigmática? ¿Es un plato serrano como dicen?


“El papel de la cocina no consiste solamente en hacer consumible

la comida, sino que exige también que camufle los alimentos mediante

el doble artificio de la preparación y de la presentación de los platos”.

La aventura de comer, NOELLE CHATELET



Siempre me ha gustado auscultar, husmear platillos deliciosos de las más diversas culinarias en los sitios que he estado; algunos fueron felices encuentros, otros, varias de las ocasiones, decepciones o fraudes al descubierto. En mi peregrinar por restaurantes encopetados y humildes fondas, zonas de alta rotación y cálidas casas de amigos (o mi propia casa), el encuentro feliz con la comida es, para mí, un momento de gloria que no se puede postergar: he puesto en duda amistades férreas cuando mis amigos anteponían otra propuesta que no era la de ir a la mesa para tener mi consecución de vida. Una vez dos grandes amigas mías en Monsefú, a las 2 de la tarde, se les ocurrió ir de compras y postergar mi pactado encuentro con un chinguirito; mi silencio con ellas duró casi dos semanas, reconocieron la grave falta que habían cometido.


Cuando me instalé en Trujillo, hace ya 15 años, inicié una suerte de expedición de lugares con culinaria espectacular; en Lima había dejado un buen grupo de amigos que teníamos por hábito visitar los domingos diversos restaurantes y huariques que te ofrecían platos impresionantes tanto al paladar como al olfato y a la vista. Había recalado varias veces en el famoso restaurante El Señorío de Sulco, que quedaba en el pueblo viejo de Surco y había comido extasiado la famosa huatia, noble preparación serrana de la carne con especias y hierbas: un manjar. Con esos buenos hábitos adquiridos, llegué a Trujillo a iniciar cierta cacería; pero se necesitaba buenos informantes y acompañantes (la buena comida se hace con buenos amigos, en un bonito lugar con un buen entorno).


Algunos compañeros de mi primer centro de trabajo eran sibaritas incipientes y me guiaron a diversos lugares, algunos interesantes; otros, lamentablemente equivocados. Comí en Moche diversos platillos de buen gusto, pero no espectaculares. Si lo hubieran sido, hubieran quedado en mi memoria. Quizá la excesiva condimentación o la mala (y usual combinación en las guarniciones) hicieron que esos platos estén ahora en el mundo del anecdotario. Uno lo recuerdo por la grotesca presentación de arroz, yuca y condimentos de mala calidad que me dejaron una acidez proverbial (eso que tengo estómago notable). Debo a Alejandro Santa María y Michael Exley algunas acertadas visitas en este periplo: Alejandro tuvo a bien llevar a Doña América a un cumpleaños suyo: sus anticuchos eran notables (recuerdo haber comido entre 18 ó 20) y quedan en mi memoria. También me llevó a comer este plato frecuentemente nombrado que es el shámbar. En realidad, mi expectativa no fue satisfecha como pensaba. Y aún no lo es.


El shámbar es un plato de orígenes no tan bien documentados. Cajamarca propone que es un plato que se originó en sus tierras; me parece válido, ya que el fundamento de este plato son las menestras: trigo, frijoles y habas. La certeza de que el shámbar es un plato serrano se valida por los ingredientes anteriormente mencionados, más las carnes que se suelen usar para su preparación, tal el caso del jamón serrano. Las menestras son el aporte castellano que se adaptó a las alturas de nuestra realidad geográfica, pese a que hubo muchas zonas costeras en las que se plantó trigo y otras menestras de consumo diario. Pero la inclusión de estas en la culinaria costeña no fue tan relevante como sí lo fue (y es) en la sierra. Como Trujillo se ha vuelto una ciudad bastante serrana, su culinaria ha aceptado sin regañadientes este plato como parte de su variedad. Hablé con diversas personalidades de la cocina y casi todas coinciden en su origen serrano, así como su humilde génesis en cuanto un plato “residual”, ya que las opíparas cenas de los señorones trujillanos de los domingos terminaban con muchas sobras.


Nuestro ingenioso pueblo (así como surgen las mazamorras y el arroz chaufa) hizo del hambre su numen de creación permanente y “recicló” este bagaje desperdiciado. Así como la población negra creó toda una vasta producción de las vísceras de los animales beneficiados (sangrecitas, pancitas, anticuchos, chanfainitas), nuestros ancestros prehispánicos también supieron aportar lo suyo con sus increíbles chupes o magistrales sopas. Es interesante saber que esta sopa no tiene algún ingrediente de origen americano. Tanto las carnes como los vegetales empleados son de origen europeo. Quizá los únicos aderezos oriundos sean los ajíes (sobre todo el ají amarillo, llamado Mirasol, Capsicum Baccatum) El añadir cancha es posterior. El hecho de ser servido un lunes (puesto que su digestión es otra historia) es por la obvia razón que lo guardado en algunas comidas adquiere un sabor más especial (recordar el tacu tacu de un día para otro). Francisco Vallejo, quien escribe en la sección culinaria de El Comercio, ha aventurado ciertas teorías sobre su origen: él toma las precisiones hechas por el antropólogo Orlando Velásquez, quien le atribuye un origen cajamarquino y recibe esta denominación por la antigua lengua culle que se hablaba por estas zonas antes de los incas. Sea cual fuere su origen, es evidente su mestizaje, la combinación ha evolucionado hacia la especie de sopa que tenemos en nuestros días y que se ofrece todos los lunes (¿y por qué no los domingos?) en diversos lugares de Trujillo.


Desde mi larga estancia aquí he sido llevado, invitado, sometido, conminado (varias veces, en realidad) a comer este potaje. Desde lugares tradicionales hasta humildes puestos con esteras, he buscado el punto de la perfección de esta sopa y quiero convencerme de que es una delicia, busco las combinaciones de carnes, los mejores aderezos e, incluso, las mejores canchas que acompañen al mismo. Pero no llega a calar mi olfato; aprecio mucho las sopas, caldos y chupes; la sopa verde es una maravilla, la sopa a la minuta me puede hacer postergar muchas cosas y los chupes son platos de otra órbita. Pero el shámbar, con el perdón de muchos amigos, no despierta una pasión en mí. Una vez, de manera informal y aleatoria, pregunté a personas de diversas edades sobre los platos por los cuales tienen un entrañable recuerdo. Quizá uno o dos hayan nombrado al shámbar, los más tenían evocaciones por otros manjares. Es un plato que puede estar entre las patascas, entre los locros; y sí sería necesario trabajar en él para hallar los reales ingredientes que lo hagan notable. Las estandarizaciones de las comidas, el mezquino abaratamiento de los insumos y el mal gusto quizá hayan estropeado este antiguo plato. Recuerdo que una vez comí olluquito con charqui (de llama) y el sabor era otro, nuevo, raro. ¿Es tal vez que en el camino se perdió algo? Pero, por ahora, debo decir que cuando Eva, la señora que nos engríe en casa, se dispone a preparar uno, preparo mis sentidos para hallar el misterio del mismo. Algunas veces lo ha logrado. Espero el milagro.


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