El teatro en llamas
¿Qué ocurre cuando el azar, la distracción y el descuido de un proyectista pueden más que el goce de los espectadores?
Armando Orozco manejaba el proyector sin mayores dificultades. Sus manos callosas y manchadas de grasa, eran la mejor prueba de su trabajo como técnico; con ellas se aseguraba que el aparato estuviera funcionando correctamente. Cerca de la once y media de la calurosa noche del 21 de febrero de 1910, el Teatro Municipal de Trujillo ofrecía su última función. Orozco estaba de pie, oculto en un rincón oscuro, próximo al palco número siete. Hacía rato que su mirada estaba concentrada, no en la película, que había visto reiteradas veces, sino en el silencioso público. Los palcos estaban casi vacíos. Y es que ésa había probado ser una función popular. Entre los contados caballeros y damas vestidos con lo último de la moda europea, el técnico reconoció al coronel Mariano Galdós y al ayudante de
Perdido en sus pensamientos, Armando Orozco no sintió el recalentamiento del proyector, ni mucho menos evitar que los alambres conductores de electricidad hicieran cortocircuito y el dínamo del proyector estallara. Las chipas cayeron sobre unos sacos que contenían otros rollos de películas que se habían proyectado antes. Sólo sintió cómo una ola de fuerza lo lanzó hacia atrás y se golpeó contra la pared. Perdió el conocimiento.
El infierno comenzó con una gran explosión e iluminación en el palco de
Los habitantes de los palcos salieron rápidamente, gracias a las dos amplias escalinatas que los condujeron rápidamente al foyer; los de la platea también lograron salir por las puertas laterales de escape, abiertas hace pocos años por don Alberto Larco Herrera, y por la puerta principal. Sin embargo, la desesperación por salir efectuándose en ambos lugares atropellos para llegar a la calle.
La cazuela se había convertido en una trampa mortal. Ahí estaba concentrada la mayor parte del público, y sólo contaba con una estrecha puerta de salida. La gente que intentaba salir en vano la había bloqueado completamente, entre las mujeres se empujaban, se jaloneaban y trataban de impedir que los demás salgan. Los niños lloraban y se aferraban a las piernas de sus madres, algunos se abrazaban entre ellos, cómo dándose fuerzas de que los adultos resolverían el asunto muy pronto. No había nada que temer. Pero el tiempo pasaba, el aire se hacía cada vez más irrespirable, el humo negro iba cubriendo todo el lugar y la destrucción avanzaba a la misma rapidez que las llamaradas.
El piso se desplomó por el extremo izquierdo y muchas personas cayeron sobre los palcos. Otros lo hicieron voluntariamente, sólo para caer contra el piso de la platea y morir con los cráneos destrozados. Cuando se abrió un forado desde una de las casas vecinas, ya no quedaba casi nadie de pie. Muy tarde. En las puertas de la platea se veía sangre y, desperdigados por el piso del foyer, bastones, sombreros y sillas destrozadas.
Desde los tiempos de la colonia, el repiqueteo de las campanas de la iglesia había sido señal de alarma de los desastres y los incendios. Y esa noche, volvieron a sonar para congregar a todos los trujillanos y emprender el rescate de las personas atrapadas en el teatro. Las autoridades, el pueblo, la policía y otras personas, sin importar su clase ni condición, unieron fuerzas para aplacar el fuego. Uno de ellos fue José Dileo, empleado de
Gracias a la falta de viento, se evitó que el fuego se propagara a las casas colindantes de la calle del Carmen (hoy jirón Bolívar); no obstante, también permitió que el fuego se concentrara solamente en el teatro, como un gran caldero que se consumía a sí mismo.
A la una y media de la mañana, en un tren extraordinario de Salaverry, llegó el prefecto del departamento, acompañado por el gerente del ferrocarril y otras personas provenientes de Moche y del mismo Salaverry, trayendo una bomba contra incendio, que no pudo funcionar por deficiencias de las mangueras.
A las tres de la mañana se logró aislar el fuego, gracias a las acertadas medidas de las autoridades y al estoicismo de los colaboradores. A las cinco de la mañana ya estaba controlado totalmente el fuego.
Luego, un grupo ingresó por la casa del doctor Valderrama, en el calle del Progreso (hoy jirón Pizarro), para seguir combatiendo el fuego, que después de echar abajo el teatro, había formado una suerte de hoguera terrible en el interior, quedando de pie solamente dos columnas de fierro, colocadas a la entrada del foyer. Todo lo demás se había derrumbado, desde el fondo del proscenio hasta la puerta de la platea. Las dos anchas escalinatas que conducían a los palcos estaban quemadas casi en su totalidad. Las paredes y cuadros al óleo, estaban completamente ennegrecidos. Luego, se trajeron mangueras desde los tanques de la casa Valderrama, del almacén de Achayar, Goicochea y Compañía, y otras casas.
Don Pedro Otiniano, un carpintero humilde, mientras conducía el agua hacia la entrada principal del teatro, le cayó una de las cornisas de la fachada, recibiendo graves heridas en el cráneo. Fue conducido al hospital inmediatamente y allí se curó, junto con Armando Orozco, que logró salir finalmente.
Más de cuatro mil personas asistieron a los funerales de las víctimas del incendio del Teatro Municipal. El numeroso séquito se reunió a las cuatro de la tarde en el Cementerio General para dar el último adiós a los hombres, mujeres y niños que no pudieron salir del teatro en llamas.
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